sábado, 2 de mayo de 2009

Rodeados

Parece ser que El País ha censurado un artículo del gran Enric González, porque adivina en él una intencionada mención a la política empresarial de este medio. Nosotros, tan poca cosa, recogemos la propuesta del amigo Vicè para reproducir en el blog el artículo que nunca salió.

[De Vicè, Fare Vucciria]

Este artículo del maestro Enric González tendría que haber salido el jueves en "El País", pero supuestamente fue censurado porque la frase en negrita del último párrafo se entendió como un menosprecio hacia los propietarios del periódico. Como apunta Ignacio Escolar en escolar.net "Ese mismo día, la asamblea de trabajadores de El País se había mostrado en contra de bajarse el sueldo, una de las medidas que está discutiendo la empresa ante la crisis".

Propongo que desde cada blog amigo se reproduzca el contenido íntegro del artículo de EG. Estamos rodeados. ¡Vaya si lo estamos!

Rodeados, por ENRIC GONZÁLEZ

No he visto aún el arranque de Operación Triunfo, en Telecinco. En realidad, a la hora de escribir estas líneas (19.30 del miércoles), el cuerpo me pide que me abstenga. Pero cuando el hipotético lector tenga este periódico en las manos, o en la pantalla, las cosas habrán empeorado. Y yo, con toda probabilidad, me habré autolesionado con un electrodoméstico, con un televisor, concretamente. O sea, habré visto OT. Y habré asistido a la presentación de Ramoncín, paladín de la propiedad intelectual y de los derechos de autor, como miembro del ilustre jurado. Es de suponer que para entonces, mi mañana y su hoy, andaré aún peor de ánimo. Quién iba a decirle a uno que acabaría añorando a Risto Mejide.

Lo que puede ir mal, va mal. Eso ya lo sabíamos. Aun así, resulta difícil no apenarse ante el presunto fichaje de Francisco Rivera, también conocido como Kiko o como Paquirrín, por parte de Sé lo que hicisteis (La Sexta). La gracia de ese programa solía consistir en la aparente distancia con que se abordaban las monstruosidades televisivas: emitían trocitos de basura, pero era basura ajena, fenómenos frikis de otros espacios, de otras cadenas, y envolvían el producto con una ironía sarcástica. La incorporación del señor Rivera, como monologuista, aprendiz de monologuista o lo que sea, constituye un cambio cualitativo: Sé lo que hicisteis incorpora su propio monstruito. Si Ana Rosa Quintana tiene a Belén Esteban, ellos tienen al señor Rivera. Francamente, no creo que puedan reírse los unos de los otros. Si acaso, podrán comparar la magnitud de sus respectivas tragedias.Todo esto induce al pesimismo.

Uno lo ve todo negro. No quiero ponerme en lo peor, pero cualquier día, en cualquier empresa, van a rebajar el sueldo a los obreros para financiar la ludopatía bursátil de los dueños. Ya sé que exagero, que esas cosas no pasan. Pero antes tampoco pasaban cosas como la de Ramoncín y Paquirrín, y ya ven. Como decía Manolo Vázquez Montalbán, estamos rodeados.

martes, 3 de febrero de 2009

Los jóvenes altos y airados

Loquillo se está convirtiendo en una especie de John Wayne del rock'n'roll. No lo digo por su altura física, aunque aquí al José María Sanz se le podría aplicar eso que dice el padre de mi amigo Fernando cada vez que ve a Marion Robert Morrison cabalgando: "xe, per què sempre li fiquen el caball tan xicotet?". Digo que Loquillo es una especie de John Wayne con cuero y tupé por el aroma nostálgico que van teniendo sus canciones (y sus correspondientes videoclips) y que me recuerda a muchos de los papeles que solía interpretar el actor en películas como "Centauros del desierto", "El último pistolero", "La legión invencible" o incluso, si me apuran, "El hombre tranquilo". Esas miradas al pasado desde dos metros de altura, ese caminar chulesco, esa ternura por lo vivido y ese algún dolor por lo perdido, aunque sin que se note mucho, no vaya a ser que te vayan a dar dos hostias.
A lo mejor, ni José María ni Marion Robert son/eran esos personajes nostálgicos y chulos que interpretan ante su público (o a lo mejor sí). Pero está claro que Loquillo y John sí han hecho de la nostalgia una forma de vida y de la chulería una actitud, y a los dos les sienta como un guante. En el caso del actor (uno de mis preferidos, como he hecho saber a todo detractor suyo que me he tirado a la cara) esa actitud se le nota en las películas que he nombrado antes y en muchas más, y casi durante toda su carrera. En cambio al cantante, aunque la chulería se le ve innata, lo de la nostalgia se le está adivinando en sus últimas canciones ("La edad de oro", "Cuando fuimos los mejores", como reivindicando la conquista para sí de una isla de pureza rockanrollera que está bastante lejos de las costas españolas (ay Bruno, cuánto te echamos de menos. ¿Por qué tú y no Miguel?).
Su última canción en promocionar y, sobre todo, el vídeo de la canción, son un buen ejemplo de nostalgia loquillera, pero también de chulería y altura.



La canción tiene un toque épico la mar de agradable y en ella queda demostrado, a su manera, aquello que una noche etílica me dijo Jaime Urrutia: Loquillo no sabe cantar, pero recita de puta madre. Además, el tío se rodea de una de las generaciones más gloriosas del deporte español: la del Barça de baloncesto en los ochenta con Epi, Andrés Jiménez o Nacho Solozabal (hay un par más por el vídeo, y disculpen la ignorancia, que no conozco). Al no haber sido nunca un gran aficionado a las gestas deportivas, últimamente me sorprendo a mí mismo hablando con amigos y primos de aquellos personajes ochentosos que nos hicieron disfrutar con sus hazañas pegados a un balón o subidos a una bicicleta. Y ahora, viendo este vídeo y escuchando la canción, también siento algo parecido a la nostalgia. A veces pienso que me estoy haciendo mayor y que me mola.

lunes, 20 de octubre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (IV)

Jueves, 4 de septiembre

19.20 horas: ¡Por fin italianos hablando mientras mueven la manita y ponen cara de estar enfadados con su interlocutor! ¡Por fin gentes sin máquina de fotos incorporada (bueno, sí, Ruth y yo)! ¡Por fin gente que acaba de salir del trabajo, o que trabaja en algo que no es cobrar una entrada o utilizar un paraguas para que te sigan medio centenar de japoneses! Estamos en Siena, sentados en la famosa Piazza del Campo, frente al imponente campanario del Palazzo Público y el enorme sol con el que el infeliz San Bernardino de Siena pretendía terminar con las rivalidades de los distintos barrios gracias a este símbolo común. Aquí hay niños berreando, abuelos que empujan carritos y adolescentes que hacen méritos para poder mantener algún día relaciones intramusculares con la chica que ahora se tumba a su lado. En Siena también hay turismo, pero no es la Disneylandia del renacimiento que a veces parecía su histórica rival.

De Florencia hemos salido a eso de las once de la mañana con nuestro flamante coche flamantemente alquilado, un Fiat Bravo la mar de bien con elevalunas eléctrico con los que bajar las ventanillas cada vez que queramos contestar gestualmente a algún otro conductor enfadado por nuestro vuelo turístico y gallinaceo. El paisaje toscano se va abriendo a nuestro paso a una velocidad perfecta, y no sorprende porque uno ya imagina de antemano que va a ser maravilloso; y como el concepto maravilloso es tan amplio, tampoco hace falta mucha imaginación. Las carreteras bordeadas de cipreses ondulan suavemente entre montes atestados de pinos, o vides, o florecillas silvestres y coronados por villas ideales y pueblecillos con toneles de vino casi tan grandes como sus iglesias.

Precisamente, nuestro alojamiento está en un pueblo -o, mejor, en una aldea- de este tipo, dependiente de la celebérrima San Gimigniano, pero que tiene sus propias bodegas, su propia iglesia y sus propios alemanes que parece que están en todos los sitios dedicándose con efectividad teutona al "dolce far niente".

Dejamos las maletas y nos dirigimos a Volterra. Por el camino vamos dejando atrás los cipreses y los pinos, y la tierra cada vez parece menos fértil -o, al menos, menos exhuberante- y uno se va dando cuenta de cuan viejo es este paisaje y cuantas cosas han pasado por él. Volterra misma es una ciudad que fundaron los etruscos (pueblo avanzadísimo que dómino la cúpula, lo que dejaba a los romanos como simples paletos arquitectónicos) encima de una meseta y donde el tiempo parece que se ha quedado parado en los edificios, sean de la época que sean. Por supuesto, aquí también hay turistas, pero no molestan (mos). Paseamos, entramos al duomo, comemos una lasaña la mar de rica y después, como de postre, nos traen una ensalada de rúcula y mozzarela. Parece que por aquí es costumbre dejarse lo verde para el final, como para digerir cantidad enorme de pasta que se trapiñan en cada plato.

Salimos de Volterra en dirección a Siena y por el camino se van quedando pueblos que sin duda serán encantadores y que uno no tendrá más remedio que lamentar que el día sólo tenga 24 horas cuando recorre paisajes como éste. A media tarde llegamos a Siena, descubrimos sus calles de casas apiñadas, su gente, sus farolas y las banderas que marcan cada barrio como una histórica meada canina. Compramos queso, leche y proscciutto para cenar en el apartamento y nos quedamos ojipláticos con la fachada del Duomo o con las historias gráficas que, en plan cómic medieval, adornan el mármol del suelo del templo.


Anochece y ahora estamos tumbados en la plaza donde hace menos de un mes galopaban vertiginosos los caballos en el Palio. Nos trapiñamos una birra Moretti, igual que hacen los adolescentes que tenemos al lado y otros que están más allá. Estamos tan bien que nada molesta.

viernes, 3 de octubre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (II)

Miércoles, 3 de septiembre
15.35: !Qué dolor, qué dolor (dentro de un armario)¡, que diría el clásico. Casi que acabamos de bajar los 463 escalones que conducen a lo alto de la cúpula de Santa María, para lo que, cosas de las impepinables leyes de la naturaleza, primero ha habido que subirlos. Por supuesto, la vista desde lo alto y el airecito que te envolvía han valido la pena. Como para decir que no...
Anoche salimos a cenar en una pizzeria situada justo detrás del Duomo. Vino del Chianti, quesos del país, tostas que aquí llaman "crostini", pizza y un rissotto que no probamos porque no lo habíamos pedido pero por el que sí nos cobraron ocho euros. Debía estar rico.
En la mesa de al lado estaban sentadas dos mujeres, la una más joven que la otra y que resultaron ser madre e hija. Como soy de tendencia ojiplática ante ciertas comidas muy apetecibles, me quedé embobado ante un trozo de carne magnífico que se iban a trapiñar entre las dos, así que la más joven se giró y me recomendó, en simpático y saltarín castellano, que la próxima vez pidiésemos una ternera a la florentina, que es de lo que se trataba el manjar. Resultó que ambas mujeres, a las que hasta ese momento habíamos escuchado hablar en inglés, también tenían un español bastante correcto, pese a ser americanas con sangre de un montón de sitios en los adentros. Como somos gente simpática y agradable, dada a la conversación fácil con extraños, acabamos conversando con nuestras vecinas de mesa . Nos dijeron que su castellano lo tenían por los muchos años que habían estado viviendo en Venezuela y Puerto Rico, que la más joven vivía desde hace un par de años en Florencia y que su padre (y marido de la madre, of course) era italiano.
La cuestión es que, al finalizar la cena casi al alimón, la madre se fue a dormir y la hija - una chica espabilada, espigada y un tanto filiforme - nos acompañó a tomar una copa a un local que solía frecuentar al otro lado del Arno.
Por el camino nos contó que ella vive aquí porque su novio es florentino. Eva, que es como se llama la chica, fue relatando con cierto orgullo que la familia de su santo es florentina desde tiempos de Lorenzo el Magnífico (algo que ilustró con un gesto de nariz levantada, como indicando que los linajudos van oliendo por encima del aroma de los que no son como ellos), que habitan un palacio al que apenas pueden tocar las cañerías ya que está declarado monumento protegido y que, por cosas como esa, a los florentinos cada vez les cuesta más residir en su ciudad. "A mi suegro lo bautizaron en el Baptisterio y ahora tiene que pagar la entrada y hacer cola como un turista más para poder entrar", nos aseguró Eva a modo de ejemplo.
Parece que el interés de las autoridades locales para que Florencia sea una ciudad volcada con el turismo, para que sea esa especie de parque temático renacentista, ha sido tan efectivo que hacer frente a cosas tan cotidianas como pagar el agua, la luz, una barra de pan o un cafe es algo casi heroico. De ahí que, según nos explica nuestra acompañante, más de un tercio de los florentinos de toda la vida que habían nacido en el centro de la ciudad hayan decidido buscar su residencia en otro sitio y dejar sus históricas y linajudas casas a alemanes, ingleses y americanos más pudientes que ellos.
También nos habló Eva de sus problemas en el tajo por venir de los United States con cierta idea anglosajona de productividad laboral y aprovechamiento del tiempo. A lo que se ve (o al menos así lo ve Eva) los trabajadores italianos del sector público son incluso más mantas de lo que son los españoles y a ella, por ejemplo, le cuesta concebir que si una reunión se fija a las nueve, su jefe llegue a las diez y esté hasta y media tomándose un café con el subdirector mientras hablan de fútbol.
Camino ya de nuestros respectivos palacios renacentistas y hoteles, Eva nos ilustró también sobre algunos rincones de la ciudad que no debíamos dejar de visitar y nos contó anécdotas históricas como la del Puente Vecchio, que fue el único de los puentes florentinos que los nazis no derribaron durante la Segunda Guerra Mundial ya que a Hitler le gustaba mucho. Según señala nuestra acompañante, esta circunstancia la aprovecharon los partisanos para sortear el cerco al que sometieron la ciudad los alemanes y fascistas de Saló a través del viejo pasadizo que une el Palazzo Vecchio y el Oltrarno y que pasa precisamente por las viviendas del puente.
También nos cuenta la historia de la princesa Ana María Luisa, la última de los Medici, y que prefirió donar a la ciudad del impresionante patrimonio artístico de su familia antes de que su sicalíptico hermano dilapidara en orgías la ya menguante fortuna que les correspondía.
Ya por la mañana nos hemos levantado (sin Eva, por supuesto) y hemos acometido nuestra segunda jornada completa en Florencia. Desde el hotel en autobús al Duomo y de allí la parte norte del casco histórico. Visitamos la basílica de San Lorenzo y capilla de los Medici, con sus fibrosas y tensas esculturas de Miguel Ángel, y recorremos el Mercato Centrale, cumpliendo así con la máxima de Manuel Vicent que aseguraba que para conocer bien una ciudad lo primero que hay que hacer es visitar su catedral y lo segundo su mercado. La planta baja del Mercado Central está dedicada a los comestibles elaborados (y muy muy apetitosos) rollo fiambres, quesos, pastas y vinos, y también carne, que los italianos saben presentar y cuidar como nadie, no sólo en los puestos de este mercado sino en cualquier tienda del ramo repartidas en casi todas las calles de la ciudad. Los pasillos del mercado adolecen de un aspecto un tanto oscuro, hay poca luz natural, pero las paradas tienen una pinta abundante, alegre, resultona y así es imposible que el visitante no esboce una sonrisa y se sienta tranquilo. Nos compramos unos tomates secados al sol y envasados al vacío y subimos a la planta superior, completamente dedicada a la fruta y a la verdura y allí compramos medio kilo de uva blanca que nos lo trapiñamos camino de la Academia.
¡ Ah, la Academia ! El David de Miguel Ángel, sí, pero a su alrededor, haciéndole compañía y regalando sencillez, otra impresionante colección de pinturas góticas y prerrenacentistas con las que juego, a partir de mi educación catequista de monaguillo, a encontrar el significado de los símbolos y adivinar quien es cada divinidad de las dibujadas.
De ahí, en línea recta, a Santa María dei Fiori. Un poco de cola, un poco de calor y entramos en la Catedral (de las figuras de la monumental fachada ya nos habíamos ocupado el día de antes). Sorpresa, es gratis, quizá porque el interior es austero como él sólo y la austeridad es más difícil de vender. Donde sí pagamos es a la entrada de la escalera a la cúpula.
Al salir, comemos una ensalada todavía con las piernas temblorosas, pagamos dos euros por un "expresso" en un bar y enfilamos la cuesta de San Leonardo, ya en el Oltrarno, bordeando los jardines del palacio Pitti. La caminata, junto a las enormes villas que se adivinan tras muros enormes y huertos de olivos, se nos hace eterna, interminable, y siempre cuesta arriba. Casi una hora caminando para llegar a los pies de la iglesia de San Miniato y disfrutar de una de las vistas más espectaculares de la ciudad. Gracias a la luz de las seis de la tarde, la estampa tiene una calidad desdibujada, como de foto guardada muchos años en un cajón.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (I)

Lunes, 1 de septiembre.

17.02: Quedan 20 minutos para subir al avión de Ryanair que nos llevará al aeropuerto de Pisa, y desde allí en autobús a Florencia. Por el momento lo más destacable del viaje han sido las tetas escandalosas de la tipa que nos precedía en la cola de facturación. Ya nos hemos abastecido de revistas - yo una "Hard Rock" con reportaje dedicado al año glorioso de los AC/DC, que fue el 1978, y Ruth la "Cuore", que dedica su portada a los pelos que suelen lucir las famosillas de pinta maloliente- y botellitas de agua, a 3,50 euros los tres cuartos de litro. Embarcaremos por la puerta 13 a un vuelo regulero justito de combustible, que, tal como denunciaban hace unos días sus propios trabajadores, es como suelen ir los aviones de esta compañía irlandesa. Todo parece tan hecho aposta para pasarlo mal que es imposible que nos podamos estrellar. Desconectamos los móviles, mandamos a tomar por culo a la cotidianidad.



PD: Salva, que va de culto, ha elegido la "Cuore" como primera lectura.



Martes, 2 de septiembre

00.45: Primer contacto con Florencia. El "Albergo Villa Azalee", el hotel en el que dormiremos las próximas tres noches, es bonito, decadente, más limpio que sucio, no tiene ascensor pero sí un botones indonesio que nos ayuda a subir las maletas hasta la habitación. Llegamos a las diez de la noche, dejamos los bártulos en el cuarto y quince minutos después ya vamos camino del centro de la ciudad para echar un vistazo y calmar la gusa. Para lo segundo, tras comprobar que a esas horas los restaurantes están cerrados o ya no dan de cenar, nos compramos unos bocadillitos de prosciutto, mozzarella y tal, que rematamos con unos cremosos helados de tiramisú, café, stratiacella y panetone sentados en los escalones del Palazzo Vecchio mientras la copia del David de Miguel Ángel mira hacia otro lado demostrando que con él no va la cosa. Después callejeamos un rato, atravesamos el famoso Puente Vecchio atestado de estudiantes extranjeros atendiendo como perros de porcelona a dos pies negros con guitarra cantando el Imagine, pasamos por tiendas de moda que ofrecen impúdicos bolsos de 1.500 euros y nos deja impresionados la claridad que desprenden en plena noche los muros de Santa María dei Fiore.



PD: El paseo de esta noche ha valido la pena. Digamos que ha sido ideal. Mañana, con miles de turistas, veremos si luce igual... Esperemos que sí.



19.50 horas: Escribo estas letras sentado en el water de la habitación mientras suelto un cirullo percherón. Hemos estado todo el día pateando la ciudad, viendo cuadros y buscando frescor en las iglesias. El encanto de Florencia es tan grande, su monumentalidad es tal que ni las hordas de turistas siguiendo al paraguas identificativo de una señorita que les hace de guía ni las múltiples formas de bizarría que pueden aportar los souvenirs que te ofrecen a cada metro, logran borrarte el dibujo de la "o" que se te queda en la boca. Y lo mejor de todo es que ese encanto y esa monumentalidad no llegan a abrumar. El equilibrio aparece en todas estas obras y uno no puede más que admirar a las gentes de esta ciudad que entendieron que para demostrar que uno es grande no le hace falta ser un garrulo con grandes letras doradas impresas en la camiseta.

Tras visitar Santa Maria Novella y sus impresionantes frescos, caminar por la plaza de la República y sus alrededores, nos dirigimos a la Galería de los Uffizzi. Hay gente, sí, y para ciertos cuadros famosísimos uno tiene que tirar de codos o estirar la cabeza para poder disfrutar de la obra en toda su amplitud. Pero, en general, no hay el agobio que uno puede encontrar, por ejemplo, delante de la Gioconda en el Louvre. Y eso que en este museo uno se encuentra, como quien no quiere la cosa, con un montón de pinturas del primer renacimiento (Lippi, Giotto, Botticelli, della Francesca) que te reconcilian con la educación escolar a pesar de tantos años de historia del arte. Pero además, cuando llegas al final de la larga galería donde se accede a estas pinturas, te asomas a una ventana y te topas de repente con uno de los paisajes urbanos más esclarecedores que uno ha visto durante su torpe existencia, con el Arno cruzando cansino la ciudad entre la monotonía de colores de los edificios florentinos.

A algunos el arte les despierta el hambre, pero nosotros ya veníamos con el hambre puesta de casa, y a eso de las dos y media abandonamos el museo con las canillas endurecidas y nos sentamos en una trattoria de la zona para pedirnos el menú (rissotto a la florentina yo, fusilli primavera Ruth y escalopines ambos. Con la cerveza, la ensalada y el café, salimos a unos dieceséis euros cada uno, lo cual tampoco nos parece exagerado).

Con las plantas de los pies todavía ardiendo a pesar de la pausa, reptamos entre callejuelas hasta la iglesia de la Santa Crocce. Impresionante, a pesar de que un gran velo de madera tapa la capilla principal en plena restauración. Sólo con los frescos de Giotto que adornan dos o tres capillas de uno de los brazos laterales del templo, uno ya está satisfecho y lamenta a la vez la falta de talento propio para encontrar palabras que describan lo bien que se siente uno descubriendo estas cosas. Pero después pasas por una puertecita al claustro que diseñó Brunelleschi para que los religiosos caminasen, no sólo bajo el absoluto equilibrio espiritual sino también el arquitectónico, y a la satisfacción se le une una sensación de tranquilidad que si uno fuese un poco más sensible seguro que se le sosegaban las entrañas. En todo caso, sí que sales de allí con una católica bonhomía que te permite salir del templo y regalarle a las hordas de turistas la mejor de las sonrisas.

Volvemos a caminar buscando la sombra de las calles estrechas hasta la Piazza della Signoria y entramos en el Palazzo Vecchio. Ya son casi las seis de la tarde y uno agradece primero que la mayoría de los turistas se conforme con ver este edificio desde fuera, y después agradece salir de allí y caminar un rato sin rumbo definido y sin la espada de Damocles de la cultura obligándote a pararte ante cada monumento y a pagar a tocateja la respectiva entrada. Cruzamos el Arno por el puente de la Trinitá, para ver desde allí el famoso Puente Vecchio y echarle unas fotos de lejos. Pasamos al Oltrarno, el barrio que se hizo grande y noble cuando a una española casada con un Médici le dio por decir que cerca del Duomo se ponía malita y que quería irse de allí. Ahora, este barrio es lo más parecido a una ciudad normal que tiene el casco antiguo de Florencia, con tiendas de cierto aspecto canallesco y niños jugando solos en la calle, sin ir cogidos de la mano de un hombre con máquina de fotos incorporada. Y es que a veces tengo la impresión de que Florencia es la postal de una ciudad maravillosa mirada desde dentro.

martes, 19 de agosto de 2008

El verano que estuve en la playa

El verano que estuviste en la playaaaaa, graznaban Los Planetas en esa plausible obra del indie sinfónico patrio que fue Una semana en el motor de un autobús. Por aquel entonces yo era un adolescente pajillero (ahora ya no soy adolescente) y tenía la misma afición a la playa que tengo a los treinta años: escasa. Entiéndase aquí el concepto "playa" como lugar atestado de gente, de los berreantes hijos de la gente, de algas y de sol difuminado bajo una capa de crema con factor 20. A mí me gusta la playa romántica, nostálgica, otoñal y, a poder ser, a veinte kilómetros de distancia de donde yo esté como poco.
Pero, aún así, de vez en cuando, la inercia estival me empuja hacia un día de playa vacacional, enseñando canillas peludas y siendo el rostro más pálido del lugar. Y ese día fue ayer, en Xàbia, en busca de una cala lo suficientemente vacía para que el concepto romántico, nostálgico y otoñal no me resulte tan lejano. Pero fue imposible. El mapa que nos debía guíar hasta la cala no sé qué, cerca del cabo de San Antonio, era de precisión testimonial y folletinesca, así que optamos por el camino fácil a la playa de la Grava, urbana y, como su nombre indica, llena de grava. Ideal por lo tanto para aquellos que, como yo, tenemos especial tirria a la incómoda capita de fango que se pega en los pies como una sanguijuela sedienta de sangre.
Tras un poco de baño y un mucho de sol con lectura incluida, nos dispusimos a comer en un restaurant-arrosseria que había reservado Ruth el día anterior. Un local la mar de aseado, conversaciones pijas del cap-i-casal en las mesas de al lado y un arroz con col, bacalao y cebolla bastante estimable aunque demasiado meloso para mí (supongo que la presencia de la cebolla picadita en el conjunto fue determinante para darle esa calidad blandurria y un tanto empalagosa, pero estaba rico). Antes del arroz, y que yo recuerde, el inevitable micuit con una reducción de mistela y el también inevitable carpaccio en este caso de gambas. Ah, y un esgarraet de presentación aseada. Con el vino y el sorbete de mandarina que hizo de postre, unos 60 euros para los dos.
Conversamos, nos cogimos de la mano y se nos hicieron casi las seis de la tarde, así que cuando volvimos a la playa tuvimos más ganas de hacer la siesta que de bañarnos. A eso de las ocho nos despertamos y nos desperezamos durante un buen rato mientras el sol se ponía de espaldas al mar. Una pesadísima sensación de pereza me hizo la mar de feliz durante todo el día. Lástima que no me apetezca más a menudo.

miércoles, 13 de agosto de 2008

La figuera


Me siento huertano, folclórico, conecto con mis antepasados, como si fuese un indio de chichinabo, cada vez que voy a la "figuera" de mi abuelo. Mi abuelo no está, y yo ni siquiera le conocí, pero se me ocurre imaginármelo liándose un cigarro bajo la sombra del árbol mientras el agua sale de la acequia e inunda el huerto que hay al lado.
Ayer mi madre me dijo que Conchín "la Parlaora" (la señora propietaria del huerto de al lado y cuyo apodo sienta como anillo al dedo a su fabulosa verborrea) aseguraba que nuestra higuera estaba atestada de higos, y bien maduros además. Me sorprendió, porque el año pasado no los pude recoger hasta casi llegado septiembre.
Como queda sugerido, la higuera y el campo donde crece y da sombra e higos desde hace un montón de años pertenecieron a mi abuelo Voro y, como es natural, al morir él y hace nada mi abuela, lo heredaron mi madre y mis tías. Fue de los pocos campos que les dejó (por razones que no vienen al caso pero que no tienen nada que ver con dilapidaciones puteriles o ludópatas) y mi familia lo tiene arrendado a un señor que ahora planta allí oliveras, palmeras e higueras que una vez creciditas vende a los chaleteros para que las replanten en el jardín, lo que sin duda le rinde al arrendatario más beneficios económicos que si se dedicase a plantar tomates o berenjenas y los vendiese después.
La cuestión es que con toda la ponentá que caía ayer como un secador gigante de cuarto de baño de bar colgado del cielo, hasta allí me fui dispuesto a recoger los higos, comérmelos y repartirlos entre familiares y amigos diciéndoles "mira que higos más buenos tengo", algo que incluso sienta mejor que comérselos. Pero, en este caso, la Parlaora habló demasiado y cuando fui, comprobé que la mayoría de los higos seguían verdes. Había unos cuantos maduros, lo que me hace pensar que no eran los únicos hasta hace nada y que alguien se debió de llevar el resto antes que yo. Así que volveré la semana que viene y a ver si puedo coger más.
Siempre que vuelvo de la Figuera de mi abuelo, con la bolsa llena de higos o no y algún tomate que cojo de la huerta de al lado, pienso que no sería una mala vejez la de pasarse las tardes liándome cigarritos bajo la sombra de la higuera mientras veo como el agua cubre el campo como una manta.