lunes, 20 de octubre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (IV)

Jueves, 4 de septiembre

19.20 horas: ¡Por fin italianos hablando mientras mueven la manita y ponen cara de estar enfadados con su interlocutor! ¡Por fin gentes sin máquina de fotos incorporada (bueno, sí, Ruth y yo)! ¡Por fin gente que acaba de salir del trabajo, o que trabaja en algo que no es cobrar una entrada o utilizar un paraguas para que te sigan medio centenar de japoneses! Estamos en Siena, sentados en la famosa Piazza del Campo, frente al imponente campanario del Palazzo Público y el enorme sol con el que el infeliz San Bernardino de Siena pretendía terminar con las rivalidades de los distintos barrios gracias a este símbolo común. Aquí hay niños berreando, abuelos que empujan carritos y adolescentes que hacen méritos para poder mantener algún día relaciones intramusculares con la chica que ahora se tumba a su lado. En Siena también hay turismo, pero no es la Disneylandia del renacimiento que a veces parecía su histórica rival.

De Florencia hemos salido a eso de las once de la mañana con nuestro flamante coche flamantemente alquilado, un Fiat Bravo la mar de bien con elevalunas eléctrico con los que bajar las ventanillas cada vez que queramos contestar gestualmente a algún otro conductor enfadado por nuestro vuelo turístico y gallinaceo. El paisaje toscano se va abriendo a nuestro paso a una velocidad perfecta, y no sorprende porque uno ya imagina de antemano que va a ser maravilloso; y como el concepto maravilloso es tan amplio, tampoco hace falta mucha imaginación. Las carreteras bordeadas de cipreses ondulan suavemente entre montes atestados de pinos, o vides, o florecillas silvestres y coronados por villas ideales y pueblecillos con toneles de vino casi tan grandes como sus iglesias.

Precisamente, nuestro alojamiento está en un pueblo -o, mejor, en una aldea- de este tipo, dependiente de la celebérrima San Gimigniano, pero que tiene sus propias bodegas, su propia iglesia y sus propios alemanes que parece que están en todos los sitios dedicándose con efectividad teutona al "dolce far niente".

Dejamos las maletas y nos dirigimos a Volterra. Por el camino vamos dejando atrás los cipreses y los pinos, y la tierra cada vez parece menos fértil -o, al menos, menos exhuberante- y uno se va dando cuenta de cuan viejo es este paisaje y cuantas cosas han pasado por él. Volterra misma es una ciudad que fundaron los etruscos (pueblo avanzadísimo que dómino la cúpula, lo que dejaba a los romanos como simples paletos arquitectónicos) encima de una meseta y donde el tiempo parece que se ha quedado parado en los edificios, sean de la época que sean. Por supuesto, aquí también hay turistas, pero no molestan (mos). Paseamos, entramos al duomo, comemos una lasaña la mar de rica y después, como de postre, nos traen una ensalada de rúcula y mozzarela. Parece que por aquí es costumbre dejarse lo verde para el final, como para digerir cantidad enorme de pasta que se trapiñan en cada plato.

Salimos de Volterra en dirección a Siena y por el camino se van quedando pueblos que sin duda serán encantadores y que uno no tendrá más remedio que lamentar que el día sólo tenga 24 horas cuando recorre paisajes como éste. A media tarde llegamos a Siena, descubrimos sus calles de casas apiñadas, su gente, sus farolas y las banderas que marcan cada barrio como una histórica meada canina. Compramos queso, leche y proscciutto para cenar en el apartamento y nos quedamos ojipláticos con la fachada del Duomo o con las historias gráficas que, en plan cómic medieval, adornan el mármol del suelo del templo.


Anochece y ahora estamos tumbados en la plaza donde hace menos de un mes galopaban vertiginosos los caballos en el Palio. Nos trapiñamos una birra Moretti, igual que hacen los adolescentes que tenemos al lado y otros que están más allá. Estamos tan bien que nada molesta.

viernes, 3 de octubre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (II)

Miércoles, 3 de septiembre
15.35: !Qué dolor, qué dolor (dentro de un armario)¡, que diría el clásico. Casi que acabamos de bajar los 463 escalones que conducen a lo alto de la cúpula de Santa María, para lo que, cosas de las impepinables leyes de la naturaleza, primero ha habido que subirlos. Por supuesto, la vista desde lo alto y el airecito que te envolvía han valido la pena. Como para decir que no...
Anoche salimos a cenar en una pizzeria situada justo detrás del Duomo. Vino del Chianti, quesos del país, tostas que aquí llaman "crostini", pizza y un rissotto que no probamos porque no lo habíamos pedido pero por el que sí nos cobraron ocho euros. Debía estar rico.
En la mesa de al lado estaban sentadas dos mujeres, la una más joven que la otra y que resultaron ser madre e hija. Como soy de tendencia ojiplática ante ciertas comidas muy apetecibles, me quedé embobado ante un trozo de carne magnífico que se iban a trapiñar entre las dos, así que la más joven se giró y me recomendó, en simpático y saltarín castellano, que la próxima vez pidiésemos una ternera a la florentina, que es de lo que se trataba el manjar. Resultó que ambas mujeres, a las que hasta ese momento habíamos escuchado hablar en inglés, también tenían un español bastante correcto, pese a ser americanas con sangre de un montón de sitios en los adentros. Como somos gente simpática y agradable, dada a la conversación fácil con extraños, acabamos conversando con nuestras vecinas de mesa . Nos dijeron que su castellano lo tenían por los muchos años que habían estado viviendo en Venezuela y Puerto Rico, que la más joven vivía desde hace un par de años en Florencia y que su padre (y marido de la madre, of course) era italiano.
La cuestión es que, al finalizar la cena casi al alimón, la madre se fue a dormir y la hija - una chica espabilada, espigada y un tanto filiforme - nos acompañó a tomar una copa a un local que solía frecuentar al otro lado del Arno.
Por el camino nos contó que ella vive aquí porque su novio es florentino. Eva, que es como se llama la chica, fue relatando con cierto orgullo que la familia de su santo es florentina desde tiempos de Lorenzo el Magnífico (algo que ilustró con un gesto de nariz levantada, como indicando que los linajudos van oliendo por encima del aroma de los que no son como ellos), que habitan un palacio al que apenas pueden tocar las cañerías ya que está declarado monumento protegido y que, por cosas como esa, a los florentinos cada vez les cuesta más residir en su ciudad. "A mi suegro lo bautizaron en el Baptisterio y ahora tiene que pagar la entrada y hacer cola como un turista más para poder entrar", nos aseguró Eva a modo de ejemplo.
Parece que el interés de las autoridades locales para que Florencia sea una ciudad volcada con el turismo, para que sea esa especie de parque temático renacentista, ha sido tan efectivo que hacer frente a cosas tan cotidianas como pagar el agua, la luz, una barra de pan o un cafe es algo casi heroico. De ahí que, según nos explica nuestra acompañante, más de un tercio de los florentinos de toda la vida que habían nacido en el centro de la ciudad hayan decidido buscar su residencia en otro sitio y dejar sus históricas y linajudas casas a alemanes, ingleses y americanos más pudientes que ellos.
También nos habló Eva de sus problemas en el tajo por venir de los United States con cierta idea anglosajona de productividad laboral y aprovechamiento del tiempo. A lo que se ve (o al menos así lo ve Eva) los trabajadores italianos del sector público son incluso más mantas de lo que son los españoles y a ella, por ejemplo, le cuesta concebir que si una reunión se fija a las nueve, su jefe llegue a las diez y esté hasta y media tomándose un café con el subdirector mientras hablan de fútbol.
Camino ya de nuestros respectivos palacios renacentistas y hoteles, Eva nos ilustró también sobre algunos rincones de la ciudad que no debíamos dejar de visitar y nos contó anécdotas históricas como la del Puente Vecchio, que fue el único de los puentes florentinos que los nazis no derribaron durante la Segunda Guerra Mundial ya que a Hitler le gustaba mucho. Según señala nuestra acompañante, esta circunstancia la aprovecharon los partisanos para sortear el cerco al que sometieron la ciudad los alemanes y fascistas de Saló a través del viejo pasadizo que une el Palazzo Vecchio y el Oltrarno y que pasa precisamente por las viviendas del puente.
También nos cuenta la historia de la princesa Ana María Luisa, la última de los Medici, y que prefirió donar a la ciudad del impresionante patrimonio artístico de su familia antes de que su sicalíptico hermano dilapidara en orgías la ya menguante fortuna que les correspondía.
Ya por la mañana nos hemos levantado (sin Eva, por supuesto) y hemos acometido nuestra segunda jornada completa en Florencia. Desde el hotel en autobús al Duomo y de allí la parte norte del casco histórico. Visitamos la basílica de San Lorenzo y capilla de los Medici, con sus fibrosas y tensas esculturas de Miguel Ángel, y recorremos el Mercato Centrale, cumpliendo así con la máxima de Manuel Vicent que aseguraba que para conocer bien una ciudad lo primero que hay que hacer es visitar su catedral y lo segundo su mercado. La planta baja del Mercado Central está dedicada a los comestibles elaborados (y muy muy apetitosos) rollo fiambres, quesos, pastas y vinos, y también carne, que los italianos saben presentar y cuidar como nadie, no sólo en los puestos de este mercado sino en cualquier tienda del ramo repartidas en casi todas las calles de la ciudad. Los pasillos del mercado adolecen de un aspecto un tanto oscuro, hay poca luz natural, pero las paradas tienen una pinta abundante, alegre, resultona y así es imposible que el visitante no esboce una sonrisa y se sienta tranquilo. Nos compramos unos tomates secados al sol y envasados al vacío y subimos a la planta superior, completamente dedicada a la fruta y a la verdura y allí compramos medio kilo de uva blanca que nos lo trapiñamos camino de la Academia.
¡ Ah, la Academia ! El David de Miguel Ángel, sí, pero a su alrededor, haciéndole compañía y regalando sencillez, otra impresionante colección de pinturas góticas y prerrenacentistas con las que juego, a partir de mi educación catequista de monaguillo, a encontrar el significado de los símbolos y adivinar quien es cada divinidad de las dibujadas.
De ahí, en línea recta, a Santa María dei Fiori. Un poco de cola, un poco de calor y entramos en la Catedral (de las figuras de la monumental fachada ya nos habíamos ocupado el día de antes). Sorpresa, es gratis, quizá porque el interior es austero como él sólo y la austeridad es más difícil de vender. Donde sí pagamos es a la entrada de la escalera a la cúpula.
Al salir, comemos una ensalada todavía con las piernas temblorosas, pagamos dos euros por un "expresso" en un bar y enfilamos la cuesta de San Leonardo, ya en el Oltrarno, bordeando los jardines del palacio Pitti. La caminata, junto a las enormes villas que se adivinan tras muros enormes y huertos de olivos, se nos hace eterna, interminable, y siempre cuesta arriba. Casi una hora caminando para llegar a los pies de la iglesia de San Miniato y disfrutar de una de las vistas más espectaculares de la ciudad. Gracias a la luz de las seis de la tarde, la estampa tiene una calidad desdibujada, como de foto guardada muchos años en un cajón.