jueves, 18 de septiembre de 2008

Viaje a Italia: Florencia (I)

Lunes, 1 de septiembre.

17.02: Quedan 20 minutos para subir al avión de Ryanair que nos llevará al aeropuerto de Pisa, y desde allí en autobús a Florencia. Por el momento lo más destacable del viaje han sido las tetas escandalosas de la tipa que nos precedía en la cola de facturación. Ya nos hemos abastecido de revistas - yo una "Hard Rock" con reportaje dedicado al año glorioso de los AC/DC, que fue el 1978, y Ruth la "Cuore", que dedica su portada a los pelos que suelen lucir las famosillas de pinta maloliente- y botellitas de agua, a 3,50 euros los tres cuartos de litro. Embarcaremos por la puerta 13 a un vuelo regulero justito de combustible, que, tal como denunciaban hace unos días sus propios trabajadores, es como suelen ir los aviones de esta compañía irlandesa. Todo parece tan hecho aposta para pasarlo mal que es imposible que nos podamos estrellar. Desconectamos los móviles, mandamos a tomar por culo a la cotidianidad.



PD: Salva, que va de culto, ha elegido la "Cuore" como primera lectura.



Martes, 2 de septiembre

00.45: Primer contacto con Florencia. El "Albergo Villa Azalee", el hotel en el que dormiremos las próximas tres noches, es bonito, decadente, más limpio que sucio, no tiene ascensor pero sí un botones indonesio que nos ayuda a subir las maletas hasta la habitación. Llegamos a las diez de la noche, dejamos los bártulos en el cuarto y quince minutos después ya vamos camino del centro de la ciudad para echar un vistazo y calmar la gusa. Para lo segundo, tras comprobar que a esas horas los restaurantes están cerrados o ya no dan de cenar, nos compramos unos bocadillitos de prosciutto, mozzarella y tal, que rematamos con unos cremosos helados de tiramisú, café, stratiacella y panetone sentados en los escalones del Palazzo Vecchio mientras la copia del David de Miguel Ángel mira hacia otro lado demostrando que con él no va la cosa. Después callejeamos un rato, atravesamos el famoso Puente Vecchio atestado de estudiantes extranjeros atendiendo como perros de porcelona a dos pies negros con guitarra cantando el Imagine, pasamos por tiendas de moda que ofrecen impúdicos bolsos de 1.500 euros y nos deja impresionados la claridad que desprenden en plena noche los muros de Santa María dei Fiore.



PD: El paseo de esta noche ha valido la pena. Digamos que ha sido ideal. Mañana, con miles de turistas, veremos si luce igual... Esperemos que sí.



19.50 horas: Escribo estas letras sentado en el water de la habitación mientras suelto un cirullo percherón. Hemos estado todo el día pateando la ciudad, viendo cuadros y buscando frescor en las iglesias. El encanto de Florencia es tan grande, su monumentalidad es tal que ni las hordas de turistas siguiendo al paraguas identificativo de una señorita que les hace de guía ni las múltiples formas de bizarría que pueden aportar los souvenirs que te ofrecen a cada metro, logran borrarte el dibujo de la "o" que se te queda en la boca. Y lo mejor de todo es que ese encanto y esa monumentalidad no llegan a abrumar. El equilibrio aparece en todas estas obras y uno no puede más que admirar a las gentes de esta ciudad que entendieron que para demostrar que uno es grande no le hace falta ser un garrulo con grandes letras doradas impresas en la camiseta.

Tras visitar Santa Maria Novella y sus impresionantes frescos, caminar por la plaza de la República y sus alrededores, nos dirigimos a la Galería de los Uffizzi. Hay gente, sí, y para ciertos cuadros famosísimos uno tiene que tirar de codos o estirar la cabeza para poder disfrutar de la obra en toda su amplitud. Pero, en general, no hay el agobio que uno puede encontrar, por ejemplo, delante de la Gioconda en el Louvre. Y eso que en este museo uno se encuentra, como quien no quiere la cosa, con un montón de pinturas del primer renacimiento (Lippi, Giotto, Botticelli, della Francesca) que te reconcilian con la educación escolar a pesar de tantos años de historia del arte. Pero además, cuando llegas al final de la larga galería donde se accede a estas pinturas, te asomas a una ventana y te topas de repente con uno de los paisajes urbanos más esclarecedores que uno ha visto durante su torpe existencia, con el Arno cruzando cansino la ciudad entre la monotonía de colores de los edificios florentinos.

A algunos el arte les despierta el hambre, pero nosotros ya veníamos con el hambre puesta de casa, y a eso de las dos y media abandonamos el museo con las canillas endurecidas y nos sentamos en una trattoria de la zona para pedirnos el menú (rissotto a la florentina yo, fusilli primavera Ruth y escalopines ambos. Con la cerveza, la ensalada y el café, salimos a unos dieceséis euros cada uno, lo cual tampoco nos parece exagerado).

Con las plantas de los pies todavía ardiendo a pesar de la pausa, reptamos entre callejuelas hasta la iglesia de la Santa Crocce. Impresionante, a pesar de que un gran velo de madera tapa la capilla principal en plena restauración. Sólo con los frescos de Giotto que adornan dos o tres capillas de uno de los brazos laterales del templo, uno ya está satisfecho y lamenta a la vez la falta de talento propio para encontrar palabras que describan lo bien que se siente uno descubriendo estas cosas. Pero después pasas por una puertecita al claustro que diseñó Brunelleschi para que los religiosos caminasen, no sólo bajo el absoluto equilibrio espiritual sino también el arquitectónico, y a la satisfacción se le une una sensación de tranquilidad que si uno fuese un poco más sensible seguro que se le sosegaban las entrañas. En todo caso, sí que sales de allí con una católica bonhomía que te permite salir del templo y regalarle a las hordas de turistas la mejor de las sonrisas.

Volvemos a caminar buscando la sombra de las calles estrechas hasta la Piazza della Signoria y entramos en el Palazzo Vecchio. Ya son casi las seis de la tarde y uno agradece primero que la mayoría de los turistas se conforme con ver este edificio desde fuera, y después agradece salir de allí y caminar un rato sin rumbo definido y sin la espada de Damocles de la cultura obligándote a pararte ante cada monumento y a pagar a tocateja la respectiva entrada. Cruzamos el Arno por el puente de la Trinitá, para ver desde allí el famoso Puente Vecchio y echarle unas fotos de lejos. Pasamos al Oltrarno, el barrio que se hizo grande y noble cuando a una española casada con un Médici le dio por decir que cerca del Duomo se ponía malita y que quería irse de allí. Ahora, este barrio es lo más parecido a una ciudad normal que tiene el casco antiguo de Florencia, con tiendas de cierto aspecto canallesco y niños jugando solos en la calle, sin ir cogidos de la mano de un hombre con máquina de fotos incorporada. Y es que a veces tengo la impresión de que Florencia es la postal de una ciudad maravillosa mirada desde dentro.

2 comentarios:

Vicè dijo...

Estupenda crònica. Vas a fer-ne'n més? M'alegre que trobareu el racò austro-húngar de la Toscana, i que el viatge haja anat de meravella. I gràcies per la botelleta! A mi encara em queda una setmaneta per ací. A bientôt, mon ami!

La Vía Láctea dijo...

Si, per supost, hi hauran més. El que passa es que papa levante casi no em dixa temps.