martes, 19 de agosto de 2008

El verano que estuve en la playa

El verano que estuviste en la playaaaaa, graznaban Los Planetas en esa plausible obra del indie sinfónico patrio que fue Una semana en el motor de un autobús. Por aquel entonces yo era un adolescente pajillero (ahora ya no soy adolescente) y tenía la misma afición a la playa que tengo a los treinta años: escasa. Entiéndase aquí el concepto "playa" como lugar atestado de gente, de los berreantes hijos de la gente, de algas y de sol difuminado bajo una capa de crema con factor 20. A mí me gusta la playa romántica, nostálgica, otoñal y, a poder ser, a veinte kilómetros de distancia de donde yo esté como poco.
Pero, aún así, de vez en cuando, la inercia estival me empuja hacia un día de playa vacacional, enseñando canillas peludas y siendo el rostro más pálido del lugar. Y ese día fue ayer, en Xàbia, en busca de una cala lo suficientemente vacía para que el concepto romántico, nostálgico y otoñal no me resulte tan lejano. Pero fue imposible. El mapa que nos debía guíar hasta la cala no sé qué, cerca del cabo de San Antonio, era de precisión testimonial y folletinesca, así que optamos por el camino fácil a la playa de la Grava, urbana y, como su nombre indica, llena de grava. Ideal por lo tanto para aquellos que, como yo, tenemos especial tirria a la incómoda capita de fango que se pega en los pies como una sanguijuela sedienta de sangre.
Tras un poco de baño y un mucho de sol con lectura incluida, nos dispusimos a comer en un restaurant-arrosseria que había reservado Ruth el día anterior. Un local la mar de aseado, conversaciones pijas del cap-i-casal en las mesas de al lado y un arroz con col, bacalao y cebolla bastante estimable aunque demasiado meloso para mí (supongo que la presencia de la cebolla picadita en el conjunto fue determinante para darle esa calidad blandurria y un tanto empalagosa, pero estaba rico). Antes del arroz, y que yo recuerde, el inevitable micuit con una reducción de mistela y el también inevitable carpaccio en este caso de gambas. Ah, y un esgarraet de presentación aseada. Con el vino y el sorbete de mandarina que hizo de postre, unos 60 euros para los dos.
Conversamos, nos cogimos de la mano y se nos hicieron casi las seis de la tarde, así que cuando volvimos a la playa tuvimos más ganas de hacer la siesta que de bañarnos. A eso de las ocho nos despertamos y nos desperezamos durante un buen rato mientras el sol se ponía de espaldas al mar. Una pesadísima sensación de pereza me hizo la mar de feliz durante todo el día. Lástima que no me apetezca más a menudo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Considérate un afortunado, pues. Lo importante es participar de la vida veraniega, aunque cada vez aumente su grado de masificación pegajosa. No hay nada como extraer un análisis tan refrescante de una jornada a priori extraordinaria para el rumbo de tus rutinas.

Gracias por relatar de forma tan eficaz la experiencia. Me han entrado ganas de comer chocolate tras abordar con la lectura esa siesta tan reconfortante.

Saludos.